domingo, 15 de octubre de 2017

FMI reloaded

Dice el dicho que ‘nunca es tarde si la dicha es buena’, y eso es lo que sugiere el discurso que leyó en Harvard, el pasado 5 de octubre, la Directora General del FMI, Christine Lagarde. Su análisis, presentado bajo el título ‘Tiempo de reparar el tejado’, recoge los elementos centrales del reciente monitor fiscal del FMI (Abordar la desigualdad), e insinua un interesante ajuste en la orientación. La centralidad del relato lo ocupa ahora el crecimiento inclusivo y la necesidad de aprovechar la frágil bonanza económica con tal de superar la brecha social, y prevenir así las tempestades con las que se anuncia en el horizonte el aislacionismo económico (Trump) y la tensión social (extrema derecha) que, de no poner remedio, nos dejarán al raso.

No es una novedad que el FMI interprete la desigualdad como un inhibidor del crecimiento económico (Berg and Ostry, 2011), pero sí lo es que abogue por recuperar la progresividad fiscal (aumentando el tipo máximo), que se adentre en elucubraciones sobre alternativas ‘poco ortodoxas’, como la Renta Básica Universal, o proponga incrementar la inversión en salud y educación. La publicación de las Perspectivas del FMI, en abril, ya anunciaba un cambio de tercio. Así identificaba el comercio mundial y el cambio tecnológico como causa del trasvase de rentas del trabajo al capital, que habría exacerbado la desigualdad, e interpelaba a las autoridades a “la dura labor de invertir en sus propias economías, y especialmente en la población”.

El por qué ha de resultar duro invertir en la propia población merece de por sí un artículo, pero nos quedamos con que en su análisis el FMI establece que la participación de las rentas del trabajo en la renta nacional, que empezó a reducirse en los años ochenta, alcanzando su nivel más bajo en 50 años en el umbral de la crisis financiera global, es un factor de pérdida de estabilidad. Hoy el crecimiento mundial de los salarios en las economías avanzadas es más bajo que antes de la gran recesión, a pesar de la recuperación del empleo, y para explicarlo el FMI arguye tres razones: el desajuste del mercado de trabajo, las expectativas de inflación y la tendencia en el crecimiento de la productividad.

Para aquellas economías que, como la española, muestran tasas de desempleo superiores a las anteriores a la crisis, el FMI adscribe la mitad de la reducción en el crecimiento nominal de los salarios (desde 2007) a los desajustes del mercado laboral y subraya que “una mayor tasa de empleo parcial involuntario se asocia a un menor crecimiento de los salarios”, especificando que un aumento de 1 punto en este tipo de subempleo se traduce en un declive de 0,3 puntos en el crecimiento nominal de los salarios. Una tesis que ya recogía el Banco de España a finales de junio al avisar que el subempleo (en 10 años el empleo parcial ha pasado del 11,7 al 15,3% y el involuntario del 30 al 60%) puede convertirse en un elemento estructural de la economía.

Que nuestro banco central identifique en la reforma laboral de 2012 el origen de esta desviación resulta paradójico, casi tanto como que el FMI explique la moderación salarial en la pérdida de capacidad negociadora de las organizaciones sindicales. Pero no deja de resultar todo un estímulo que la ortodoxia económica se acuerde de Santa Bárbara cuando truena. Para hacer frente al bochorno y a la tempestad, Christine Lagarde defendía en Harvard que hay que subir salarios, crear empleo e invertir en productividad con tal de reducir la desigualdad que erosiona la confianza en la sociedad y espolea las tensiones políticas. Ahora tan sólo falta que comparta sus argumentos y razones con la patronal, y antes de que empiece la tormenta.

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