domingo, 7 de mayo de 2017

¡Qué cruz, Jordi!

La ha armado Jordi Cruz, y ha animado de paso un debate necesario. Sus declaraciones sobre el ‘privilegio’ que supone trabajar gratuitamente a cambio de compartir genio y talento, han situado en la agenda la precariedad en una de sus formas más truculentas, la de los becarios. No ha tardado en echar leña al fuego el jefe de la patronal, corroborando el ‘privilegio’ que supone trabajar gratis para alguien que, con su prestigio, excusa la necesidad de remunerar una experiencia que ‘vale todo el oro del mundo’. Tiene algo indigesto que este debate se sitúe en el ámbito de la cocina. Lo tiene porque la gastronomía es una cultura de entrega al otro, en el que se elabora para alimentar y procurar una experiencia placentera, y por tanto se le atraviesa el hecho de que el resultado sea, finalmente, no el de facilitar la comunión de los sentidos, sino el de amargarle la existencia al prójimo, sea o no becario.

La cocina, y con ella los programas televisivos dedicados a la materia ofrecen una panorámica generosa sobre la transformación social y cultural de un país. En ella ocupan un lugar especial chefs que, como Arguiñano o José Andrés, han tenido un papel central a la hora de popularizar el cuidado de recetas y productos. Una historia televisiva y culinaria que cuenta con ejemplos tan integradores como Karakia, en TV3, que pasó a la ofensiva con jefes como Chicote, y que se instala en el modelo del talent show con Top o Master Chef. Es de lamentar que la televisión pública haya entrado de lleno, con este último programa, en un subgénero, en el que el sacrificio sin límites y la humillación son la norma. El talent show trivializa y legitima un régimen disciplinario específico, el de la entrega del ‘aprendiz’ al ‘maestro’, que reproduce a la perfección el ideal de las relaciones laborales que inspira la ortodoxia neoliberal.

Hace ahora un año, lo situaba otro talento sin límites, el de Risto Mejide, en un manifiesto dedicado al 8 de mayo, día internacional del becario. La entrega emocional de aquellos que se asoman al umbral del genio ha de ser total: “Es el momento de ejercer de aprendiz. Identifica un referente, un ídolo…”. Y el premio es impredecible: “Con suerte trabajarás gratis. Con menos suerte, hasta te costará dinero trabajar al lado de esta persona” aunque en el peor de los casos, siempre quedará interiorizar aquello de que “fracasar es la manera que tiene la vida de preguntarte cómo deseas lo que deseas”. Así reza el dictado de la filosofía de la subordinación y de la entrega ciega en su versión gastronómica y televisiva. Aquí el éxito se mide por el reconocimiento del maestro, y el fracaso por la falta de ambición y de autoestima en un régimen que tal vez sea futurista en lo culinario, pero que resulta medieval en lo relativo a las relaciones laborales.

La dimensión ‘legal’ del becario queda suficientemente diluida entre el mal uso de las prácticas no laborales y el abuso del contrato para la formación y el aprendizaje. Hoy, según la Comisión Europea, el 70% de los becarios no remunerados llevan una carga laboral equivalente a los y las trabajadoras con contrato. Al margen de la explotación laboral, resulta paradigmático que ser becario sea todo un lujo. Cuando se establece como única remuneración la manutención, el alojamiento y la formación, obviando toda cotización y salario, el acceso a la experiencia y al conocimiento queda vetado a aquellos y aquellas que vienen de extractos sociales pobres y que no disponen de recursos para entregarse al ‘lujo’ del trabajo gratuito. La esclavitud de la que reniega Cruz, y el privilegio al que apela Rossell, lo es porque se circunscribe a un espectro demográfico ajustado, que como mínimo excluye a aquellos que tomen en serio sus derechos.

Como recordaba la coordinadora de Acció Jove de CCOO de Catalunya, Irene Ortiz, existe una confusión interesada entre producción y formación, que demasiadas veces discurre a espaldas de la inspección, en ausencia de tutores que controlen el proceso formativo y al margen de lo que establece el convenio de hostelería, en el que no aparece la figura del ‘becario’. La cocina del talento se convierte así en una caja de resonancia social que promueve la informalidad y la desregulación del trabajo, lo que resulta especialmente inadecuado y torticero cuando se realiza desde la ventana pública. No sabemos si a los directivos de TVE les falta talento, o les sobra ideología, pero sería de desear que por bien del interés general incluyeran en el programa y en el abundante ‘merchandising’ una referencia clara a las condiciones y derechos laborales. Si además hicieran una visita a las neveras reales de la ciudadanía, o invitaran a cocinar con la cesta del banco de alimentos, tal vez sacrificarían algo de glamur, pero recuperarían algo de la vocación de servicio y la referencialidad que le hemos de exigir a nuestra televisión pública.

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