domingo, 11 de diciembre de 2016

Mercado y Templo

En su precaria cosmogonía el inefable Hayek subordinaba la naturaleza ‘humana’ de las instituciones políticas ‘Taxis’, al ‘Cosmos’, eso es, la fuerza primigenia y universal que atribuía al mercado. La exigua filosofía del padre del neoliberalismo ha sido refutada en numerosas ocasiones, y no solamente por la inexistencia de mercados más allá del ámbito de la acción humana. Sin embargo, conviene fijar la ambición mítica que inspira la ortodoxia económica imperante, el neoliberalismo, y su vocación dogmática. Si ha existido desde siempre una lucha entre humanismo y superstición, parece que, en lo concerniente a esta, el neoliberalismo ha desplazado, en el imperio del proselitismo, el monopolio ejercido hasta ahora por la religión.

Podríamos decir que el mito del mercado (sin pecado concebido) ha destituido los sagrados linajes demiúrgicos y ha impuesto su propia trinidad. En la liturgia corporativa que gobierna hoy el mundo se nos presenta el mercado en lugar del dios padre, el comercio en lugar del hijo, y allí donde figuraba antes el espíritu santo, hoy se nos habla del flujo incorpóreo, cual savia ancestral que mueve el mundo y con él las hojas de cálculo, del capital financiero. El mito del mercado no persigue otro fin que el que persigue la religión, eso es, distraer la atención de las injusticias existentes y evitar que se construya cualquier alternativa ante una verdad que se presenta como absoluta, con tal de proteger los intereses de la oligarquía.

Frente a esta mentira, grande e interesada, conviene recordar cómo hoy sus resultados más inmediatos son la pobreza, las guerras y el expolio de los recursos primarios y ambientales del planeta. Frente a la superstición del ‘No hay alternativa’, resulta evidente que el Consenso de unos pocos (Washington), no persiguió otro fin que debilitar y destruir aquel otro que se forjó tras la barbarie indecible de la segunda guerra mundial. Estos días se cumple el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, que, entre otros, fijaba como tales el derecho al trabajo, al trato equitativo y a la organización sindical (art. 23). 4 años antes, otro texto, de la OIT, se comprometía ya firmemente con la justicia global.

La Declaración de Filadelfia se integró como anexo a la Constitución de la OIT y fija sus principios, fines y objetivos. Tras el preámbulo, en el que recuerda que la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social, establece en su primer artículo cuatro principios fundamentales para la dignidad humana: Que el trabajo no es una mercancía, que no habrá progreso sin libertad de expresión y de asociación, que la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos, y que la lucha contra la necesidad debe proseguirse con incesante energía. Este era en aquel momento el consenso, la simiente de una multilateralidad y de un gobierno mundial que el capital ha subvertido implacablemente.

Como apunta Bernard Thibault en ‘La 3ª guerra mundial es social’ hoy existen dos tipos de multilateralidad. La de la ONU, la UNESCO o la OIT, que es la de los derechos humanos y de una globalización con vocación de progreso humano y social, y la del FMI, del Banco Mundial y del gobierno absolutista del mundo que encarna el G20, y que promueve como únicos derechos globales los del capital, mientras que procura que los sociales y laborales sean confinados en el ámbito de la nación. En este reduccionismo interesado, que aplica una doble vara de medir, protegiendo globalmente los derechos mercantiles, pero sin aplicar ningún rigor en el respeto a los derechos humanos, el capital financiero ha encontrado un firme aliado.

Se trata del neofascismo y de su discurso que transmuta el conflicto social en uno de identidad o de raza. La protección que ofrece, promoviendo la falsa seguridad de unas fronteras cerradas a la diversidad, pero abiertas al capital de las grandes empresas, cumple una doble función. Si por un lado vampiriza políticamente el discurso social, marginando a la izquierda, por el otro circunscribe el ámbito de la justicia y del derecho al plano nacional, donde el capital industrial o financiero internacional es inasible y evanescente. La tibieza de la crítica al neofascismo que caracteriza los medios de comunicación, se debe a que el poder corporativo de las multinacionales ha reconocido en él la fidelidad de una casta de sacerdotes.

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