miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento de invierno

En el día de los inocentes

Y cuando el anciano subió al cerro descubrió que del árbol tan sólo colgaba ya una hoja de un azul intenso. A pesar de ser invierno, el aspecto decrépito del tronco y la aparente fragilidad de las ramas le hicieron dudar por un momento de si el árbol estaría durmiendo o si tal vez habría escogido el tiempo del frío y de la escarcha para abandonarse al sueño eterno. Abrazando la corteza con las palmas de sus manos, se cercioró de que no había allí ninguna prueba de vida, ni ninguna certeza de que algún día pudiera volver a entretejerse allí una fina urdimbre de brotes. Decepcionado, tal vez algo inquieto, el anciano emprendió el camino de vuelta al palacio de gobierno. Con la imagen de esa única hoja fijada en su mente, convocó al consejo, decidido a emprender las reformas que tanto tiempo reclamaba el pueblo, y a las que tantas veces se habían opuesto.

Europa no era entonces un reino ni un imperio, sino una coalición de estados que vivía en una lucha constante por establecer un nuevo y precario equilibrio entre las apetencias y humores de sus gobiernos. En el consejo les acompañaba siempre lo más granado de una estirpe de contables que se había erigido en guardiana de la enseña común, una moneda brillante como un sol, alrededor de la cual, según sus enseñanzas, se movía cada uno de los elementos que conformaban aquella tierra y de paso el resto del universo. Nadie recogió sus palabras exactas, y aunque más de uno de los presentes sospechó al principio que la inspiración del anciano no podía ser sino fruto de un efluvio pasajero, lo cierto es que al terminar su discurso, en la sala se había operado un notable cambio.

Si hubiera una ciencia forense de la historia política, alguien debería desenterrar los cadáveres de los banqueros que fueron desahuciados aquel día para investigar si la poca resistencia que ofrecieron se debió a una indigestión o a una indisposición repentina. Lo cierto es que una vez apartados del consejo, resultó mucho más sencillo no tan sólo hacer acopio de valor para hablar con franqueza del deterioro que se había alcanzado, sino también forjar las bases de un nuevo consenso. La verdad era que quien reinaba era la depresión y la desconfianza. La falta de trabajo, la marginación de los más débiles, la pérdida de derechos, habían hecho cundir la rabia, el miedo y la incertidumbre, dando alas a aquellos que pretendían levantar más vallas para protegerse de la pobreza, sin más argumentos que los del rencor y de la propia fuerza.

Era hora de recordar que la paz había sido la principal conquista de aquel proyecto. Esa paz se basaba en la confianza de los habitantes en unos derechos que les hacía iguales a todo/as, y les garantizaba el poder emanciparse a través del trabajo y del conocimiento. Ese era el único vértice en el que se articulaba la identidad común, y para todo lo demás, sus costumbres y hábitos, sus culturas y lenguas, el principio que regía era el de la subsidiariedad. Recuperar aquella senda significaba extender y reforzar aquellos derechos, también a aquellas zonas remotas, a veces inhóspitas, en las que se concentraba demasiado la riqueza, y con ella la lacra de la injusticia y de la falta de solidaridad. Mejorar la situación de cada habitante de aquellas tierras, hasta crear unas condiciones suficientes para todos/as, fue el puntal de la estrategia.

Desde el momento en el que Europa se basó menos en la parca cosmogonía de sus contables, con su oro y sus mercados, y buscó su fundamento en los derechos y las libertades que reclamaba la dignidad de su ciudadanía, mejoró incluso su relación con el resto del orbe. En vez de condicionar a los demás a través de dependencias y deudas, impuso los mismos criterios con los que se regían sus habitantes a sus tratos comerciales con el mundo. La salud de su economía, con buenos sueldos y una demanda sostenida, permitía esas veleidades, hasta tal punto que Europa acabó siendo la pesadilla de los contables del resto del mundo.

Cuando el anciano, que con tanta utopía había llegado ya a los 500 años, murió después de un invierno intenso de gobierno, lo hizo con la duda de si no habría sido todo aquello más que un sueño, tan efímero como el vuelo, corto y dubitativo, de una última hoja, antes de depositarse en el suelo.

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