martes, 1 de noviembre de 2016

Magnéticos

La noticia saltaba esta semana. Paul Magnette, el Ministro Presidente de Valonia, vetaba el acuerdo comercial y económico entre UE y Canadá (CETA). Mientras algunos medios elevaban el grito al cielo, desgarrándose la camisa ante una nueva demostración del ‘imposible’ gobierno de Europa, otros no podían, a pesar de las lealtades debidas, sino aprovechar la ocasión periodística para construir uno de esos mitos pasajeros que tanto gustan. Magnette, brillante orador, carismático profesor universitario y socialista de fuertes convicciones, era presentado como Magnettix, el jefe del último pueblo galo, una coriácea máquina de guerra al servicio de la democracia y de una construcción europea hecha a la medida de la ciudadanía.

Sin embargo el irredento valón (así la prensa), autor en 2015 de un libro publicado bajo el esperanzado título: ‘La izquierda no morirá jamás’, difícilmente podía resistirse a la presión política y al rodillo institucional de la Europa de las multinacionales. Tras conseguir que se pospusiera hasta este domingo la firma, y plantear algunas importantes exigencias para la ratificación del CETA, como la revisión por parte de la Corte de Justicia Europea del mecanismo de mediación de conflictos (ICS), demanda largamente planteada por la ciudadanía europea, Magnette tuvo que plegar velas y poner rumbo de vuelta a su Charleroi.

La firma preliminar del CETA es una pésima noticia para una Europa que se devalúa así un poco más en lo democrático y en lo social. Como se encargaba de señalar la Tufts University el pasado septiembre, el acuerdo de nueva generación con Canadá, de ser ratificado, comportará más desempleo, más desigualdad y una significativa pérdida de cohesión y de bienestar social. Las proyecciones utilizadas por la Comisión en base a un modelo que presupone una tendencia al pleno empleo que desmienten tanto la realidad, como cualquier previsión sensata sobre el horizonte de la digitalización, no hacen sino poner en evidencia su política comercial.

Una de las líneas argumentativas de la comisaria de comercio Mallström ha sido que la lucha contra el TTIP ocultaba un cierto antiamericanismo. En este sentido se ha querido objetar que con respecto a los EEUU, Canadá presenta una mayor proximidad histórica, un modelo social y económico más cercano y que el CETA es por tanto un tratado ‘light’. No es cierto. El CETA es primo hermano del TTIP, siendo ambos tratados de nueva generación y por tanto muy similares. Pero además la resistencia de la ciudadanía europea frente al TTIP, al CETA o al TISA no es de carácter sociocultural o antiamericano, sino que se basa en tres buenas razones.

En primer lugar los tratados de nueva generación superan el ámbito comercial y tienen una clara vocación normativa que entra en conflicto con la soberanía legislativa y judicial. Por otra parte el Tratado de Lisboa otorga competencias a la Comisión, que vulneran la transparencia y legitimidad democrática que requieren este tipo de negociaciones. Finalmente, la gobernanza económica, otro puntal de la devaluación y el descrédito del proyecto europeo, ha mermado la confianza de los/las ciudadanos en Europa, y al mismo tiempo ha diluido buena parte del modelo social que podían dar seguridad frente a un proceso como el que introduce el CETA.

No serán los liderazgos los que cambien hoy las políticas. Ni el vigoroso Paul Magnette, ni tampoco el intrépido primer ministro canadiense Justin Trudeau, con toda su inteligencia y atractivo podrán cambiar nada, sino tienen detrás la fuerza de partidos que estén conectados con la ciudadanía. En el caso de Europa eso precisa de partidos que superen en sus propuestas y en su acción el ámbito nacional. Si algo está demostrando la campaña contra los tratados comerciales es que el potencial de Europa no reside en la iniciativa solitaria de la Comisión, sino en la cohesión y vitalidad de la ciudadanía, cuando reclama transparencia y democracia.

Hace falta un partido capaz de canalizar esta fuerza, porque la principal seña de identidad europea es la vocación crítica y la voluntad de transformación, y este potencial precisa de un cauce. Frente al magnetismo del liderazgo (lo hemos visto con Pedro Sánchez), puntual y pasajero, hace falta aglutinar fuerzas y alumbrar una nueva narrativa que comporte ilusión y esperanza y ofrezca un horizonte en el que realizar los valores que inspiraron el proyecto europeo y que, día a día, traicionan los egoísmos corporativos y nacionales. Tan sólo así podrá desplegar Europa su potencial, un campo gravitatorio que le de solidez y fundamento moral.

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