miércoles, 1 de marzo de 2023

Líder con grietas

Resulta sorprendente que en los testimonios más antiguos que tenemos del ‘liderazgo’, este aparece habitualmente traicionado por el pueblo. Se podría pensar que es, en la memoria colectiva, la traición del líder la que marca la pauta, pero no es así. Lo vemos con Moisés, el líder bíblico por antonomasia, que cuando baja del Monte Sinaí, con las tablas de la ley en la mano, se topa con el pueblo, que ausente, baila presa de la excitación alrededor de un becerro de oro. Desconsolado el profeta rompe las tablas, dejando constancia bíblica de cómo la lealtad al líder es incluso más sagrada que la propia ley. Un caso similar es el del ‘mito de la caverna’. Aquí el líder, ahora un filósofo, no se encuentra con Dios, pero aprende a distinguir la verdad en estado puro. Sin embargo al intentar trasladar esa verdad a sus congéneres, estos, engañados por las apariencias, le dan como única recompensa la muerte. Con estos precedentes no es de extrañar que lo del liderazgo desde la antigüedad acabara degenerando en una galería de sociópatas como Alejandro, Ciro o el arquetipo del déspota cruel y arbitrario, eso es, Cesar Augusto Germánico, más conocido como Nerón.

Ni la santa iglesia, ni tan siquiera el humanismo o la modernidad consiguen domesticar y promover un tipo de liderazgo más llevadero, y si no baste con recordar, ya en pleno siglo XX, a figuras del despropósito como Hitler, Stalin o en nuestro caso Franco o Millán Astray. Cuando hoy asistimos a la queja redundante de la falta de ‘liderazgos fuertes’ para hacer frente a los grandes retos de la actualidad (guerra, cambio climático, desigualdad), debiéramos preguntarnos si los liderazgos débiles que se le atribuyen a presidentes como Macron, Scholz, o Sánchez, realmente son menos útiles que los que representan un Putin o un Erdogan. Hay liderazgos que tan sólo perviven azuzando permanentemente el conflicto. Al principio en clave interna, anulando toda competencia. Cuando esta ya ha sido erradicada, transportando el conflicto más allá de las fronteras. Si el líder débil en teoría rehuye la disputa, el líder fuerte, si no la tiene, la crea, porque no conoce otra manera de demostrar su liderazgo, y valga como ejemplo el más belicoso líder de siglo XIX, enterrado en loor de multitudes, pero muerto como un eremita, comido por la úlcera en la remota Santa Helena.

Cuando se habla de liderazgos fuertes, hay que distinguir también si esa fuerza recae en el propio personaje, o en la elite que le rodea y a la que sirve de cabeza visible. Con el tiempo la habilidad o destreza política del pelele pueden librarlo del influjo de la minoría que lo ha aupado y afianzarse como autócrata en su parcela de poder. El recurso a actores (Reagan, Zelenski) como candidatos presidenciales o de empresarios y/o bufones (Berlusconi, Trump), sitúa esta dialéctica entre elite y líder, como un juego que se desarrolla en el ámbito de la antipolítica, y que no pretende sino cuestionar la legitimidad y trascendencia de las propias reglas democráticas. Que el líder finalmente pretenda afianzarse desde la certeza de que ejerce así un derecho ‘natural’, no tiene que ver más que con la tendencia tan humana de confundir cargo o uniforme con la propia persona. El historial clínico de esa debilidad viene de lejos y se ha intentado prevenir desde la prehistoria de la república. El ‘memento mori’ (recuerda que morirás) que susurraba el siervo al oído del general que desfilaba victorioso por las calles romanas, sería el precedente más reconocible de terapia preventiva.

En el intento permanente de conciliar dos extremos tan antagónicos como el poder económico de una élite cada vez más reducida, y los valores democráticos con los que comulgamos la inmensa mayoría, promete para este siglo aún mayores excentricidades en lo relativo al liderazgo. Por dar alguna idea que permita hacer este más soportable, deberíamos promover el o la líder cocinera, inexistente hasta ahora, que permitiría priorizar y poner en la agenda las cosas del comer, o incluso un liderazgo astronauta, por lo que comporta en términos de madurez eso de ver el planeta desde fuera y entender el lujo que supone compartirlo incluso con quien no nos gusta. A falta de estos liderazgos carismáticos pueden ser también útiles una sucesión de liderazgos inspirados aunque efímeros como el de la honesta y ejemplar neozelandesa Jacinta Adern. En cualquier caso es de temer que no habrá solución al tema del liderazgo si no se recupera antes el que ha sido desde siempre el único contrapeso posible a las quimeras individuales, que es la organización política alrededor de un modelo o de una ideología que permita vertebrar e identificar el proyecto de transformación.

Se reconocerá que en esta cuestión nos encontramos ante un inmenso precipicio. La transversalidad de los temas que nos preocupan (feminismo, trabajo y renta, sostenibilidad o pacifismo) y de aquellos con los que nos intentan distraer (identidad, corporativismo, agravio), convierte en un reto complejo la creación de una organización que integre la diversidad social y la articule alrededor de un proyecto compartido. Cuando la ideología agoniza y la democracia parece extinguirse en una permanente crisis de crecimiento, la condena a más liderazgos execrables parece insoslayable. A no ser que nos afirmemos con fuerza desde la exigencia de un desarrollo democrático que nos devuelva la voz, que sacuda los cimientos del poder y resquebraje la textura gris de los ídolos que nos miran desde la soberbia de las estatuas. Porque no parece improbable que la única manera de diluir la lacra de los liderazgos sea el compartirlos un poco entre todas y todos.

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