jueves, 2 de febrero de 2023
Guerra de viejos
Entre las muchas explicaciones que se han dado de la determinación bélica de la generación que llevó a Alemania a la guerra total, está la experiencia que ésta vivió en la guerra del 14. No se trata tan sólo del precio impuesto tras la capitulación, sino de la crónica bélica realizada por los diarios de la época: un relato aséptico, presentado como un evento deportivo, con gráficos y números, en el que se magnificaba las cuestiones tecnológicas, y no tenía cabida ni el horror ni el precio que se cobraba en vidas la contienda. Con una visión casi ‘higiénica’, tecnificada de la guerra, resultaba mucho más sencillo plantearse la revancha de un conflicto cerrado en falso, y que impuso, en el armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918, unas compensaciones draconianas. En relación a la primera guerra mundial, se puede decir que el único éxito de la segunda fue la estrategia de paz. Si la historia está repleta de guerra mal cerradas, la segunda permitió, a pesar de su brutalidad, el inicio de un periodo de 75 años de paz europea relativa, si descontamos la guerra de los Balcanes.
Este trasfondo se hace más comprensible si consideramos el relato bélico que estamos viviendo en estos días con la invasión de Ucrania. Por un lado el dolor y la brutalidad se muestran poco, y si se hace, se hace tan sólo de un lado del frente. Por el otro, es de nuevo la tecnología la que se lleva la palma en la puesta en escena. Si hoy mencionamos los cohetes Himars, la función bélica de los drones, o entramos en el terreno de los tanques, que tantas páginas está consumiendo estos días, veremos que, de manera muy similar a hace más de 100 años, los leopardos no nos dejan ver el bosque. Morir por un misil inteligente o por la esquirla de una granada no comporta una diferencia substancial en cuanto a vivencia subjetiva, y sin embargo la innovación o la supuesta ‘inteligencia’ de las armas, parece dignificar la escabechina. Al mismo tiempo, al tratarse los motivos, la narrativa en la mayor parte de los medios, de un lado y del otro, se articula desde el maniqueísmo, eso es, no distinguiendo las responsabilidades, y poniendo a todos en uno u otro plato de la balanza.
Se pierde por tanto la mayor parte del impulso comunicativo en explicar lo que sucede y en tratar de categorizar las partes, pero se dedica muy poco a comprender las claves argumentales del conflicto, y menos aún cuando el papel del bueno y del malo están preestablecidos. Así, al convertir la guerra en un ‘error’ y asignar las ‘culpas’, lo que se compromete es la capacidad de discernir, de entender y de situar los parámetros que puedan facilitar en algún momento una paz sostenible. En una reciente entrevista en el canal suizo SRF, el politólogo búlgaro Ivan Krastev trataba de situar los principales elementos que explican el empeño bélico de la Federación Rusa. Uno de ellos sería la resistencia ante la amenaza de la propia identidad, mediante el mestizaje ‘social’, ‘sexual’ y ‘étnico’, impulsado por un liberalismo al que se resiste férreamente la vieja guardia liderada por Putin, pero también otros líderes como Orban, en Hungría. Este conflicto se articularía además en el marco de una tensión intergeneracional, entre la última generación ‘soviética’ y una nueva generación que, en buena medida, habría optado por la diáspora antes de verse arrastrada al frente.
Finalmente, estaría la vocación imperial rusa, disimulada tras la pantalla ‘ideológica’ del comunismo, pero que habría estado latente a lo largo de todo el siglo XX. Estos argumentos sitúan el impulso bélico en la respuesta a la ‘modernidad’, cristalizada en un ‘liberalismo’ que, en clave antropológica y a escala global, es minoritario. Lo explica muy bien Emmanuel Todd en una entrevista con Le Figaro cuando recuerda que el sostén al empeño atlántico en la guerra, a pesar de los titulares, sea tan reducido en los foros internacionales (NNUU…). Pero hay otros tres elementos que es interesante situar y que discurren al margen de la lógica antiliberal. La primera es, al igual que en el caso de la primera guerra mundial, el cierre en falso de la guerra fría. En el supuesto ‘armisticio’ se plantearon a Rusia una serie de premisas incumplidas en el marco de una estrategia de ofensiva de baja intensidad, que fue alimentada y mantenida sin alteración por parte del liderazgo atlántico a lo largo de los últimos 30 años.
Por otra parte, está aquello de Clausewitz, de que la guerra es la continuación de la política por otros medios y que unas veces puede ser la política ‘comercial’ o de acceso a recursos estratégicos, pero otros sencillamente la política de cohesión interna. Aquí conviene recordar que si, en 1991, el 10% más rico de la población rusa acaparaba el 25% de la renta, en el año 2020, esta cifra se había doblado hasta alcanzar el 50,8%, lo que supone un incremento de la desigualdad desproporcionado. Y queda finalmente la cuestión del pánico ‘demográfico’ que también toca Krastev. Con una población rusa de 143 millones, un volumen reducido para ser el país más grande del mundo, la política migratoria, restrictiva para los no ruso parlantes, se sirvió hasta hace poco especialmente de Ucrania, país desde el que, en 2015, migraron 2,5 millones de personas. Y sin embargo en esta cuestión hay algo profundamente absurdo. ¿Tiene sentido arreglar el problema demográfico enviando a las personas más jóvenes a una guerra? La solución lógica, si acaso, desde el punto de vista demográfico, sería enviar a los varones mayores de 50 años. Pero hay algo que nos dice que, a pesar de ser lo más oportuno desde el punto de vista ‘demográfico’, nunca será el caso.
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