domingo, 26 de junio de 2022
Dad(a)ismo
Cuando hace cien años le preguntaron a Hans Arp por el origen de la palabra ‘Dadá’, respondió que estaba convencido de que ‘sólo los imbéciles se interesan por los datos’. Con la perspectiva de un siglo diríamos que la tecnología ha encumbrado la pasión de los imbéciles, es más, los ha convertido en los líderes de una revolución silenciosa que remueve los cimientos de nuestra sociedad, los valores que esta sustenta e incluso la imagen que tenemos de nosotros mismos. Lo describe con acierto Byung-Chul Han en ‘Infocracia’. Traza el filósofo coreano en su reflexión una línea divisoria entre dos mundos antagónicos. Uno que se fragmenta y diluye, el del capitalismo industrial, y otro que se afirma con fuerza y nos arrastra a una nueva dimensión, la del capitalismo de la información. Si el primero situaba el vértice de la economía en la explotación del cuerpo y de la energía, el segundo lo hace en la información y los datos. Si el primero era narrativo e ideológico e imponía el control sobre la conducta, el segundo se sirve de la motivación para convertirnos en partícipes entusiastas del sistema.
El dadismo, que está en las antípodas de la libertad, de la creatividad sin límites y del caos que propugnaba el dadaismo, sustituye la narración por el número, la ideología por el algoritmo, y promueve un régimen de la información que tiene trazos totalitarios. La pantalla, que en la distopía industrial de Orwell ‘1984’, presidía cualquier espacio de socialización, se ha caído del pedestal, y hoy la sostenemos en nuestras manos. Si antes la comunión era algo compartido, ahora es de ‘uso’ y ‘producción’ individualizada, mediante un teléfono cuya ‘inteligencia’ nos convierte en periferia. Periferia colectiva. En el metro, en el salón de casa, en las reuniones de trabajo. Escribe Byung-Chul Han que la esfera pública se ha descompuesto en espacios privados, en los que compartimos en grupo, en tribu o en comunidad, la emoción y la permanente construcción de una identidad que prescinde del debate, para ceñirse a la expresión y a la emoción. Se anulan las fronteras espaciales y se aceleran los tiempos que superan los que reclama la racionalidad discursiva, la conciencia crítica o el conocimiento.
“El dadismo es un totalitarismo sin ideología” y en él externalizamos la inteligencia porque tenemos suficiente con las emociones que construyen, a base de reacciones, una identidad que se nutre tan sólo de estímulos, agravios y reconocimiento. Los dadistas prescinden de la política, porque el algoritmo perfecto, aquel que dispone del mayor conjunto de datos, es el que mejor puede interpretar las necesidades y voluntades de la ciudadanía. La idea de una inteligencia artificial que se reprograma en función del ‘éxito’ de su intervención, omite la esfera de nuestra voluntad y criterio, que son fragmentados en un conjunto de impulsos, de decisiones micro, que son registradas e interpretadas de manera permanente. Omite el mito de la ‘inteligencia artificial’ que la pura ‘objetividad’ que se le supone, es tan idealizada como la de un dios o la de un mercado, cuyas carencias se han hecho obvias. También detrás del algoritmo hay una programación dirigida, definida, y que funciona en base a intereses que permanecen velados tras una opacidad impenetrable que amplia el poder de unos pocos.
La transparencia de las personas; localizables, visibles, documentadas en el menor detalle, no se extiende a los mecanismos del propio sistema, del que se hace cargo la eterna casta, antes sacerdotes, luego economistas, ahora matemáticos e informáticos, que cuida con abnegación del ‘correcto’ desarrollo de la eucaristía digital. Es en la descripción del ejercicio de poder que comporta la infocracia, donde se queda algo corto el filósofo coreano. Describe con sutileza y fuerza el funcionamiento del sistema y las amenazas que este comporta, pero no incorpora a su análisis la economía, cuestiones como el ‘trabajo’ o la ‘propiedad’, que en la ‘infocracia’ comportan una nueva correlación de fuerzas, una articulación singular del poder de los unos sobre los otros. Habla del rebaño que genera datos e información, como producen lana y carne las ovejas, pero deja al margen la figura del pastor. Y esta carencia es significativa.
La propiedad de los datos, que hoy se articula mediante la aprobación acelerada de unos formularios ininteligibles y unos derechos manipulados y espurios, es un elemento de peso, aún más si consideramos que la acción individual, aprobando, escribiendo, registrando, deviene algo parecido al ‘trabajo’, y comporta la cuestión sobre la distribución de la riqueza que este genera. Como en toda cuestión económica, si ponemos el foco en la propiedad, la pregunta que se plantea es quién gestiona el beneficio. La pandemia ha demostrado hasta qué punto es de interés público el disponer de unos datos cuya gestión hoy es privada. Pasa lo mismo con la comunicación, el consumo energético, la movilidad o la educación. Si el término ‘idiota’ definía originalmente la falta de sentido ‘público’ de algunas personas, habría que enmendar a Hans Arp y decir que hoy tal vez no seamos ‘imbéciles’, porque tampoco le damos mayor importancia a los datos, pero que estamos empezando a parecer un poco ‘idiotas’.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario