domingo, 20 de febrero de 2022

La trampa de cemento

Hay imágenes maravillosas como la de la cita de Marx que recoge David Harvey en su último libro: “Como el ciervo que brama por agua dulce, el alma del burgués brama por dinero, la única riqueza.” Pero en la misma medida en que anhela el dinero, desea también separarse de él para invertirlo de nuevo y hacer así que se reproduzca. Si le seguimos el rastro al dinero a lo largo de los últimos 20 años, vemos cómo la codicia del ciervo ha determinado la economía real, hasta convertir su idílico bosque en las grises entrañas de una mina a cielo abierto. Cuando en 2001en EEUU quebró el mercado de valores, secándose el estanque forestal, y junto a él los nenúfares, el dinero especulativo fue a refugiarse al mercado inmobiliario, también en Irlanda, o España. Al estallar la nueva burbuja, y con ella el sueño recurrente de un crecimiento sin límites, el mercado de consumo norteamericano se hundió, afectando directamente a la economía China, su principal proveedor de bienes.

La contracción en las exportaciones chinas, de un 30%, se llevó por delante de 20 a 30 millones de puestos de trabajo, pero, por arte de magia, dos años después, esta cifra se había divido por diez. El sortilegio no fue otro que el habitual: inundar la economía con liquidez. Pero, a diferencia de los EEUU, donde la política monetaria la absorbió el sistema financiero, en China el gobierno ostentaba un ascendente claro sobre los bancos, y estos se volcaron en la inversión. Entre 2011 y 2013 China consumió tanto cemento como EEUU a lo largo de todo el siglo XX, acaparando además el 50% de la producción y uso mundial de acero. La construcción inmobiliaria, pero también de gigantescas infraestructuras, no tenía precedentes, y pasó factura, doblando la deuda en relación al PIB. Pero a diferencia de EEUU o de España, eso no era problema, al contar no tan sólo con moneda propia, sino con unas reservas billonarias de divisas, prestas a capear cualquier tensión financiera.

El impulso económico Chino no sirvió tan sólo a la población, sino que, como nos recuerda David Harvey, ayudó a muchas economías occidentales a salvar la sima de la Gran Recesión, animando sus exportaciones de materias primas y de tecnología: “La dirección del Partido Comunista chino seguramente no se proponía salvar el capitalismo global, pero de hecho eso es lo que hizo”. El resultado de esta práctica megalómana de estímulo fiscal que habría descolocado al mismísimo John Maynard Keynes, y por la que un 25% del inmenso PIB chino se movilizó en la construcción de viviendas, por otro 25% en infraestructuras, son hoy 65 millones de viviendas vacías y una deuda del sector inmobiliario de 300.000 millones de dólares que se concentra en su mayor parte en Evergrande, la empresa más endeudada del mundo. Pero también en lo relativo al inmenso riesgo que comporta esta situación, lo de tener un regimen supuestamente comunista marca la diferencia.

Como en el caso de la correa de transmisión bancaria, perfectamente engrasada, o de la estabilidad de la política monetaria, también la capacidad de contener o posponer el impacto de la crisis distingue el caso chino. Si en otras experiencias anteriores, como en el caso del París del Segundo Imperio, en EEUU o incluso en España, la imposibilidad de mantener el ritmo de crecimiento había de sembrar la duda sobre la sostenibilidad del modelo, impulsando con ello la venta precipitada, la caída de los precios y la quiebra de empresas y hogares, en el caso de la China, la capacidad de intervención del Partido Comunista tiene un efecto balsámico, como mínimo en el corto plazo. La singularidad de lo que se conoce como ‘capitalismo de estado’ hace posible impedir o posponer la venta de los inmuebles por parte del ciudadano de a pie, y controlar, en la medida de lo posible, la desaceleración, y con ella la inminente crisis económica y de empleo.

Como en otros casos anteriores, el excedente en la producción se traslada a otros países, por ejemplo africanos, a los que se presta dinero y se exportan proyectos, cemento y acero al mismo tiempo. La misma fórmula que en su momento se aplicó para construir el ferrocarril en Argentina y colocar los excedentes británicos, o en el caso de las primeras inversiones en China, para animar la economía japonesa. Parece evidente que al final, por mucho que se dilate el proceso, también el ciervo mandarín, a pesar de su moderación confuciana, se sentirá perdido en la ciudad fantasma, como otros ciervos anteriores se sintieron huérfanos en aeropuertos desiertos o autopistas yermas. Entonces, cuando junto al agua dulce falten el empleo y las políticas públicas, probablemente brame con fuerza. Queda por ver cuál será el tono en el que se manifieste en el caso de un país comunista, apresado en la trampa del crecimiento sin límites, que caracteriza al peor capitalismo.

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