martes, 14 de septiembre de 2021

La izquierda 'creíble'

El problema de la izquierda radica singularmente en su coherencia. Y es que no es posible ser creíble al tiempo ante los mercados y ante el electorado progresista. Lo explica con acierto Damian Raess en un reciente estudio. Si tradicionalmente las políticas de los gobiernos de izquierda eran redistributivas, con más estímulo fiscal y progresividad en los impuestos, con la crisis de los años noventa tuvo lugar un cambio radical. Como pone en evidencia el polítólogo suizo, a lo largo de los últimos veinte años los gobiernos de izquierdas optaron, ante las crisis, por más austeridad, menos estímulos fiscales y más restricciones aplicadas al gasto vía presupuestaria. La razón radica en el déficit de ‘credibilidad’ ante los mercados financieros internacionales. Para tener acceso al crédito con costes similares, los gobiernos progresistas habían de mostrarse más austeros que los conservadores. Toda una paradoja, que pone en evidencia cómo la pérdida de soberanía de los estados ante los actores globales (y no hablamos de NNUU ni de la OIT), impulsa no tan sólo el endeudamiento, sino también un giro copernicano en la práctica política, eso es, en las reformas y recursos presupuestarios.

Lamentablemente, la credibilidad que en teoría se gana ante los mercados, y ponemos hincapié en lo teórico porque, a menor credibilidad, mayor negocio, se pierde ante el electorado, en el que reside la soberanía política. El descrédito resultante pone el viento en las velas del oportunismo de partidos emergentes y de la extrema derecha. Lo pagamos todos con una mayor polarización y radicalización del debate político, que, a su vez, es instrumentalizado para apartar el foco mediático de los problemas reales que enfrentamos. La globalización financiera es así un negocio redondo, que se basa en la cesión del poder sobre la política monetaria y económica, a la espera (larga) de que se globalicen derechos e instituciones. La pérdida de soberanía tiene además otra derivada importante. A falta de capacidad de orientar las políticas, de definirlas en sus elementos estratégicos, la acción de gobierno en la izquierda se convierte en pura gestión, y en mala gestión, a medida que se hace más evidente y arraiga en el imaginario colectivo la brecha existente entre propuesta y praxis política.

Esta lógica con gusano es la principal amenaza que pende sobre el cambio real y perentorio que urge si queremos hacer frente a los tres grandes retos de este principio de siglo: la desigualdad, el expolio medioambiental y el cambio tecnológico. Estos no tan sólo reclaman un cambio del modelo productivo, sino también de nuestro modelo social y democrático. En los parámetros actuales, cada nuevo proceso electoral acentúa sus rasgos de ‘feria’. Se vende un programa político (también aquí manda la mercadotecnia, eso es, vender la idea, no el producto), que luego no es realizable. Se utilizan eslóganes, más más o menos atractivos, pero que, en el contexto descrito, no son sólidos ni líquidos, sino de naturaleza gaseosa. La actualidad política se condensa este mes en las elecciones que se celebrarán en Alemania el próximo 26 de septiembre. El fin de la era Merkel, que, por muy poco, no llegará a igualar los 16 años de su mentor Helmut Kohl, debería dar paso, eso dicen las encuestas, a un cambio de liderazgo, que pasaría el testigo al líder del Partido Socialdemócrata alemán Olaf Scholz.

Este político que dirigió el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales y, recientemente, el de Finanzas, iniciará previsiblemente una nueva era a nivel gubernamental. Si tras Adenauer (1949-1963) se normalizaron las coaliciones de dos partidos, ahora, la República Federal podría pasar a ser dirigida por un gobierno con tres socios. Pero lo que se ha normalizado a nivel de los gobiernos regionales, no será fácil de trasladar al ámbito federal. Entre las combinaciones posibles, entre las que supuestamente se pueden descartar las que tienen aroma a café (Kenia: CDU, SPD, Verdes, Jamaica: CDU, Verdes, Liberales) destacan dos alternativas importantes. La así llamada coalición ‘semáforo’ (SPD, Verdes, Liberales), y la que se conoce como R2G (SPD, Verdes, die Linke), que en la actualidad gobierna tres Länder (Berlin, Thüringen, Bremen), pero que tiene pocos visos de trasladarse a nivel federal. Sin embargo, vistos los logros sociales de nuestra coalición de progreso, la posibilidad de contar con un gobierno orientado a la redistribución y la estabilidad social en Alemania, sería un hito, también en el plano europeo, en el que la república federal es un actor central.

Supondría una ‘normalización’ de la izquierda en sentido amplio a nivel de la Unión, pero además permitiría posponer el previsible retorno a la lógica de la austeridad en el marco de la recuperación asimétrica y la reanudación, más pronto que tarde, de la lógica del Pacto de Estabilidad y Crecimiento europeo. Haría posible por tanto una mayor ‘autonomía’ en la política monetaria y económica, desligándola de las condiciones impuestas por los mercados financieros, recuperando así ‘credibilidad’ para el proyecto socialdemócrata continental. La alternativa, la coalición semáforo, supondría un retorno anticipado a la ‘condicionalidad’ en el acceso al crédito, que trasladaría más presión sobre el gobierno PSOE-UP. Una opción funesta cuando en España, a diferencia de Alemania, no hay cordón sanitario que impida que la alternativa política la constituya una alianza sin complejos entre el Partido Popular y Vox.

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