lunes, 28 de diciembre de 2020

Estupidez artificial

La historia de éxito del magnate chino Jack Ma y de su principal activo, el grupo Alibaba, es una metáfora de la revolución digital. Para empezar está el nombre. La referencia al pobre leñador que descubre la cueva de unos ladrones y se queda con su botín para repartirlo entre sus vecinos despierta complicidad. Se podría inferir que la referencia al cuento de las mil y una noches, expresa la vocación del emprendedor chino por socializar la tecnología, por robar la llama de los dioses, cual Prometeo, para ponerla al servicio de su comunidad. Eso daría alguna pista de por qué el millonario, a pesar de amalgamar una fortuna de 54.000 millones de dólares, no se habría apartado del Partido Comunista Chino, o porqué, desde la atalaya de un éxito sin precedentes, se habría volcado, como otros, en el mecenazgo y la caridad. En cualquier caso, la contradicción entre la acumulación de capital y la supuesta vocación social resulta más lacerante para el Partido fundado por Mao Zedong, que para el propio Jack Ma. Para éste su riqueza no habría de responder necesariamente a la codicia, sino que sería para él la confirmación de su acción creadora, ese carácter innovador mitificado por Schumpeter, y que sería la mecha por la que prenden las grandes revoluciones tecnológicas.

Que el gobierno chino haya intervenido cuando Jack Ma pretendía sacar a bolsa por valor de 27.000 millones de euros el Ant Group tiene también su poesía. El grupo ‘hormiga’ remite de nuevo a una organización social, en la que el conjunto (el hormiguero), es más que la suma de los individuos, que trabajan, todos ellos, para el bien común. Tras el conflicto entre Partido y Gigante Digital, se escondería así la pugna entre dos hormigueros. El uno tradicional y de estructura rígida, el otro tecnológico y flexible, como una red social. Entrarían así en liza dos visiones de lo público, el primero como ‘totalidad’, el otro como ‘colectivo’, eso es, lo público como ‘Estado’, y lo público como ‘comunidad’. Que esta contradicción se haya hecho evidente en la China ‘comunista’ muestra hasta qué punto la revolución tecnológica supera las lindes estrechas de toda ideología. Cuando finalmente el ‘Estado’ interviene lo hace por ver amenazada su soberanía financiera (Alipay) y su capacidad normativa (AliExpress), pero hay algo más. La economía financiera hace años que ‘crea’ dinero y ‘escribe’ la normativa e incluso la jurisprudencia internacional. La amenaza es otra y ataca la esencia misma, eso es, el control democrático y económico, no ya del partido comunista chino, sino del estado en sí.

La inmensa aceleración en la constitución de la economía de los datos, y su profunda aversión al control y soberanía de los estados es uno de los fenómenos más inquietantes de este principio de siglo. Como han demostrado Mariana Mazzucato y otros, el emprendimiento y la innovación no nacen del aire, sino que prenden en semilleros dispuestos y regados siempre por la inversión pública. La idolatría por el genio ‘emprendedor’ de los Gates, Bezos, Musk, Zuckerberg o Ma, esconde tan sólo parcialmente el acomplejamiento de los estados ante la iniciativa individual, el carácter ‘indómito’ o la ‘singularidad’, que supuestamente alimentan el progreso tecnológico y económico. La dilación en intervenir, no haría sino confirmar la lógica de los ciclos largos, en los que la revolución, tras ‘prender’ en el ‘genio’ individual, se acaba ordenando, normalizando e institucionalizando en el ámbito de los gobiernos, que, al mismo tiempo, inducen el agotamiento de su fuerza inicial. La pugna ‘civilizatoria’ radicaría así en cuándo poner límite a la iniciativa privada para socializar sus réditos, o cómo normalizar el progreso para garantizar el mantenimiento de los ‘derechos’, sin ahogar antes de tiempo la llama de la innovación.

Hace más de doscientos años, a orillas del lago Leman, una joven Mary Shelley empezó a escribir la que sería una de las novelas emblemáticas del romanticismo. La parábola del monstruo Frankenstein, actualiza la visión de Prometeo y tiene que ver precisamente con la lucha por dominar la ciencia y redimir la naturaleza humana. Se podrá decir que la fuerza bruta del Golem tiene poco que ver con la sutileza del algoritmo, pero son primos cercanos. Nacen de un instinto de rebeldía individual. Contra la naturaleza. Contra lo contingente. En ello radica su brillo y su singular atractivo. No es tanto su aspecto real, desastrado y tontorrón en el caso de Frankenstein, brillante y anodino como una CPU en el caso del algoritmo, sino lo trascendente de su promesa. Lo vemos cuando incorporamos a nuestro lenguaje con toda naturalidad un oxímoron como ‘inteligencia artificial’. A nadie se le ocurriría hablar de ‘estupidez artificial’, porque al parecer, a diferencia de la inteligencia, la estupidez tiene algo necesariamente humano. Y sin embargo cuando la ciencia se escapa al control social se le queda a ella, y de paso a todos nosotros, cara de pasmarotes. Pura estupidez artificial…

No hay comentarios:

Publicar un comentario