
El filósofo vasco Daniel Innerarity situaba en una reciente publicación (‘Comprender la democracia’), la complejidad de la política y su distanciamiento de los problemas reales de las personas, como origen del malestar que alimenta el populismo de las respuestas simples que triunfa hoy en Europa. Una primera pregunta que se plantea así al valorar el auge de la extrema derecha en un número creciente de países europeos, es, si Europa hace más sencilla la vida de las personas, y si le añade o no complejidad a la percepción que éstas tienen de la política. Se trata de lo que el proyecto europeo facilita y promueve en nuestro día a día, pero también de cómo se visibiliza e interpreta en la esfera pública la iniciativa, funcionamiento y proyección del trabajo de las instituciones europeas, y también la utilidad, interés, coherencia y legitimidad, que merece a ojos de la ciudadanía.
Como sabemos, alrededor de un 50% de nuestra legislación emana de Europa. Basta echar una ojeada al web del Consejo Económico y Social Europeo (CESE) para comprobar, a través de los casi 200 dictámenes, informes y opiniones que emite anualmente, cuál es la trascendencia de la Unión Europea en nuestras vidas. A través de los medios nos llegan tan sólo fragmentos, asociados habitualmente a la aprobación de leyes o a sentencias del TJUE, que nos hablan del acervo comunitario en aspectos como la vivienda, el derecho laboral, o la seguridad y el medio ambiente. En el caso de España, el rechazo del cobro de intereses abusivos por impago hipotecario, la directiva de conciliación laboral y familiar, la falta de protección del humedal de Doñana, la seguridad ferroviaria, pero también el glifosato o las naranjas sudafricanas, son algunas de las piezas que componen una imagen abigarrada y confusa.
Es probablemente la política comercial, con la opacidad que ha caracterizado la negociación de tratados como el TTIP y otros de mayor actualidad, pero también la política de inmigración o la política internacional, donde el proyecto europeo muestra sus mayores debilidades y carencias. Sin embargo éstas promueven en menor medida la desconfianza y desapego frente al proyecto europeo, que la respuesta que se ha dado a una crisis que empezó siendo financiera, pasó a ser económica, y ha acabado siendo social y política. Situados en el umbral de unas elecciones europeas que serán determinantes para el futuro del proyecto común, vale la pena detenerse en este punto y hacerlo de la mano de un reciente estudio de la fundación de Dublín sobre ‘cambio social y confianza en las instituciones’.
En base a datos del Eurobarómetro y de la Encuesta Europea de Calidad de Vida, Eurofound nos traslada en él algunas conclusiones interesantes. En primer lugar el estudio sitúa que el descrédito institucional afecta por partida doble, no tan sólo en el ámbito europeo, sino también en el nacional. En segundo lugar, el impacto asimétrico de la crisis ha comportado una percepción desigual de las instituciones europeas en la Unión, que ha sido tanto más negativa, cuanto mayor ha sido el empobrecimiento, el aumento de la desigualdad o la pérdida de calidad de los servicios públicos. Si en el norte la agenda antieuropea se inscribe en una crisis de identidad que instrumentaliza la inmigración como símbolo de la ‘amenaza global’, en el sur es la exigencia de legitimidad democrática y proporcionalidad, la que ha puesto el proyecto común contra las cuerdas, y son los países que más sufrieron el régimen de la austeridad, como Irlanda, Grecia, Portugal o España, los que más se han distanciado del proyecto común.
Hace poco escuchábamos lamentarse a Jean-Claude Juncker sobre la falta de solidaridad con Grecia. ‘La insultamos, la injuriamos’ declaraba emotivamente el Presidente de la Comisión Europea que, en 2015, sentenció en relación al referéndum: “Un no querría decir, independientemente de la pregunta, que Grecia dice no a Europa”. La respuesta que dieron el Eurogrupo, el Consejo y la Comisión Europea a la llamada ‘crisis del euro’, fue, junto a la falta de solidaridad y la estigmatización de algunos países, especialmente en el marco del binomio tóxico Barroso/Trichet, una de las cuestiones que más han socavado la imagen del proyecto europeo. Y en contra de algunos análisis que hoy pretenden legitimar la respuesta a la crisis, parece evidente que no fue la austeridad la que puso fin al acoso de los mercados financieros, sino la determinación del BCE de preservar el euro, manifestada el 26 de julio de 2012 por su presidente, Mario Draghi, con la ya famosa coletilla “Y créanme, será suficiente”.
La devaluación selectiva de las condiciones de vida y de trabajo de la ciudadanía como mecanismo preferente de ajuste, acabó por convertirse, en buena parte de Europa, en una devaluación de la imagen de las instituciones comunes. La gobernanza económica, poco más que un sucedáneo político, es fiel reflejo de una arquitectura institucional insuficiente e incompleta. Así el Consejo Europeo, formado por estados, cuya influencia en las decisiones difiere en función de su poder económico, margina el poder legislativo y ejecutivo. La elección del presidente de la Comisión Europea mediante el procedimiento del ‘Spitzenkandidat’ es deficitaria en términos democráticos, como lo son también las funciones y atribuciones del propio Parlamento. El funcionamiento de la Unión Europea es identificado así, con demasiada facilidad, con una burocracia distante y poco representativa, especialmente cuando se utiliza para consagrar políticas que se justifican desde la fuerza mayor.
Recuperar hoy la complicidad con el proyecto europeo, pasa en primer lugar por desplazar el foco del mercado a las personas, y eso implica priorizar la igualdad de oportunidades y la cohesión social y territorial en Europa. Hoy hay más europeos en el umbral de la pobreza y en situación de precariedad y de pobreza laboral, que antes de 2008. Por eso es indispensable reorientar el Pacto de estabilidad y Crecimiento, y revisar una supervisión fiscal de los Estados miembro que se basa en indicadores que no incluyen ni el bienestar ni la seguridad de las personas. Hace ya diez años que la Comisión lanzó la iniciativa ‘Más allá del PIB’ y sería prioritario que asumiera y trasladara a la política real algunas de las recomendaciones que en este tiempo han realizado economistas del prestigio de Amaryta Sen o Joseph Stiglitz. El PIB, la deuda y el déficit son indicadores relevantes pero insuficientes e incompletos, porque, como se ha visto en la fase de recuperación, existe una falta de sincronía entre el crecimiento y la mejora de las rentas, especialmente de aquellas que dependen del trabajo.
El número de horas trabajadas en la zona euro es también inferior al de hace diez años. Con él se ha reducido la aportación que hacen al PIB las rentas del trabajo, en un proceso de financiarización que no revierte en la economía real. Así, los ingresos por impuestos sobre la renta y de sociedades se han reducido a lo largo de los últimos 20 años y con ellos la inversión en infraestructuras, que es hoy, un 20% inferior al nivel anterior a la crisis. El plan Juncker y la inversión público-privada no han demostrado ser una alternativa válida a la financiación de grandes proyectos, y hoy sigue siendo indispensable la inversión pública para acometer las mejoras que reclama el tejido productivo en el marco de un avance tecnológico acelerado. En este sentido las reglas fiscales del Pacto de Estabilidad y Crecimiento han demostrado ser procíclicas y el equilibrio presupuestario, en buena medida contraproducente.
A un año de cumplirse el calendario, habrá que analizar, en el marco de la campaña de las elecciones europeas, porqué no se han alcanzado los objetivos establecidos por la estrategia 2020 y cuál ha sido el coste social y político de unas medidas que han promovido la inseguridad y la incertidumbre en toda Europa, creando el caldo de cultivo óptimo para el auge de la extrema derecha. El nuevo mandato del Parlamento Europeo y de la Comisión será el que tenga que aprobar el cambio de orientación en Europa, y es ya inaplazable que promueva un proyecto social e integrador, que sepa generar confianza e ilusión y tejer complicidades. Para ello un buen punto de partida es el que ofrece el programa que debatirán, en el próximo congreso de la Confederación Europea de Sindicatos (CES), que se celebra del 21 al 24 de mayo en Viena, las organizaciones sindicales que representan a más de 45 millones de trabajadoras y trabajadores europeos.
Las propuestas de la CES cuentan con un interesante consenso inicial, el del Dictamen del CESE ‘Recomendación del Consejo sobre la política económica de la zona Euro’, del pasado 24 de enero. Aquí, de manera consensuada, se destaca la prioridad que tiene superar el déficit de inversión pública y privada, y garantizar la inversión en los sistemas de protección social. Pero las propuestas del sindicalismo europeo van más allá. En relación a la gobernanza es crucial que el cuadro de indicadores sociales que acompañan el Pilar Social Europeo tenga carácter vinculante, para impulsar el carácter social del proyecto común y promover la seguridad en la vida de las personas. Es urgente superar la desigualdad salarial en Europa mediante una convergencia al alza, que extienda en Europa el empleo de calidad, y lo convierta en el eje central de un crecimiento sostenible y duradero. Pero también la fiscalidad requiere de una armonización europea, mediante una base imponible consolidada común que ponga fin a las deslocalizaciones y a la competencia desleal entre estados.
La CES aboga además por incorporar al propio Tratado las garantías para que los derechos fundamentales no estén condicionados por las libertades del mercado. Propone para eso que se incorpore un protocolo de progreso social, y que el compromiso de la Unión con los derechos humanos revierta en una política internacional que no precarice mediante acuerdos comerciales los frágiles equilibrios de algunos países del sur, y que promueva la solidaridad también con aquellos y aquellas que se han visto expulsados de sus entornos de vida. Europa como proyecto colectivo, con una visión de futuro, socialmente y ecológicamente responsable, con un fuerte carácter pragmático, centrado en la seguridad de las personas y en la calidad del trabajo, sigue siendo una opción de futuro. Esperemos que los debates en el marco de las elecciones europeas sepan recogerlo y hagan frente desde la coherencia a “la simplificación populista, la inclinación al decisionismo autoritario o el consumo pasivo de una política mediáticamente escenificada” (Daniel Innerarity).
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