lunes, 15 de julio de 2019

Añorada Chichicuilota

Cuando el presidente Madero ofreció al líder revolucionario Emiliano Zapata una hacienda en Morelos, a cambio de que éste cejara en su exigencia de que se devolvieran las tierras robadas a los campesinos, el guerrillero le contestó en tono bronco “o nos cumple usted, a mí y al estado de Morelos lo que nos prometió, o a usted y a mí nos lleva la chichicuilota”, en referencia a la carabina Winchester que llevaba colgada al hombro. Madero no sobreviviría ni dos años a su presidencia, ni tampoco Zapata cumpliría los 40, acribillado a traición en la hacienda de Chinameca, hace ahora poco más de cien años. Para la historia queda otro levantamiento más de gentes desposeídas de toda certeza, pero también la épica singular del personaje que nos dejó en herencia un lema indeleble: ‘La tierra es de quien la trabaja’. Hoy cuando la política gestión, y su reverso opaco, la política basura, mantienen apolilladas nuestras emociones, hay que reconocer que por momentos se añora el compromiso y la pasión de quienes defendían la justicia sin disiparse en la autocensura y la corrección política.

Habrá quien arguya que hoy la situación es infinitamente mejor que cuando el 1% de los mexicanos poseía el 85% de las tierras cultivables, pero, como han mostrado Piketty y otros, las diferencias no son tan considerables. El cambio más importante entre uno y otro escenario es el de la reducción a la mínima expresión del trabajo agrario. Hoy, para mantener la actualidad de la reivindicación de Zapata, habríamos de cambiar los términos y proclamar ‘El algoritmo es de quien lo trabaja’, que parece algo más pulcro y refinado que el original, pero es equiparable en lo relativo a la explotación, la incertidumbre y la precariedad de quienes ya no trabajan la tierra, pero sirven con su tiempo y esfuerzo al negocio de las plataformas. Hoy, cuando Facebook pretende crear su propia moneda, y el asistente virtual de google espía nuestras conversaciones, sabemos que los gigantes tecnológicos no persiguen la calidad del producto ni la innovación tecnológica, sino el control de mercado y con él, el de los consumidores, de los trabajadores/a, y el de nuestra democracia y de nuestro sistema político.

Los riesgos que comporta esta realidad, eso es, la disociación entre economía, tecnología y democracia, los describe con acierto Joseph Stiglitz en su último libro (People, Power and Profits). En él nos recuerda que “No hay una arena más importante para la acción colectiva que asegurar la integridad de los procesos por los que tomamos decisiones colectivas y la información con la que se debería tomar racionalmente estas decisiones. Este es un bien público, que requiere de apoyo público”. Redes sociales como Facebook, Twitter, etc. habrían alcanzado un poder ilegítimo tan desproporcionado, que el que fuera economista jefe del Banco Mundial, se pregunta si hay alternativa “a declarar Facebook un bien de utilidad pública, con toda la estricta supervisión pública que esto comporta”. Parece evidente que entre la fina barba del Nobel norteamericano y el bigote, negro como el betún, y de puntas afiladas de Emiliano Zapata, hay galaxias de distancia, y sin embargo tal vez el sentido de la oportunidad y de la justicia de estos dos personajes, sea el de dos primos hermanos.

Joseph Stiglitz aboga en su última publicación porque los datos sean tratados como bien público, “exigiendo que cualquier dato que se almacene (de manera procesada o no), esté al alcance de cualquiera”, para reducir así la ventaja que aprovechan los gigantes tecnológicos a la hora de afianzar y extender arbitrariamente su monopolio. Pero estos datos no están al alcance de nadie, y mucho menos del gig worker, como tampoco las tierras estaban al alcance del infeliz labrador mexicano. Sin embargo, a diferencia de estos, los campesinos del dígito tienen una dificultad añadida, y es que su cultivo crece en una isla perdida en un infinito océano de silicio. Viven en una sociedad polarizada, encerrados en su “propia cámara de eco” (así Stiglitz), sin la posibilidad de encontrar una base común, porque a pesar del crecimiento exponencial de la comunicación superficial y del consiguiente ‘ruido’, “la profundidad y calidad de la interacción social” se deteriora imparablemente.

Hoy cuando los bots rusos pervierten las elecciones sin amedrentarse, y los monopolios tecnológicos se inmiscuyen en cuestiones y aspectos cada vez más íntimos de nuestra existencia, más de uno se acabará preguntando dos cosas: Dónde vivirá el señor Madero de la revolución tecnológica, y de qué clavo colgará hoy esa chichicuilota, que nos permitiría recuperar lo que es nuestro, y eso incluye identidad, democracia y algoritmo.

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