domingo, 6 de noviembre de 2016

Populismos

La veterana revista ‘Foreign Affairs' dedica su número de noviembre/diciembre a una cuestión que las elecciones de los EEUU han puesto de rabiosa actualidad; el poder del populismo. La lucha entre Trump y Clinton se presenta por parte de los expertos como un tenso pulso entre dos formas de política, la del establishment, eso es, la de una tecnocracia sin otra ambición que la de gestionar la actualidad sirviendo los intereses corporativos, pero preservando al mismo tiempo a la ciudadanía del paroxismo extremo, y el populismo, como confrontación esencialista con la burocracia institucionalizada en defensa de supuestos intereses populares.

Este debate no le es tampoco ajeno a la Unión Europea. Cas Mudde define en su artículo el populismo como “una ideología que separa la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos: La ‘gente pura’ y la ‘élite corrupta’, y que defiende que la política debiera ser expresión de la ‘voluntad general’ de la gente”. En otro texto dedicado a los EEUU Michael Kazin distingue entre dos populismos: Aquel que ataca a las elites y pretende defender los intereses de la gente corriente sin hacer diferencia de raza (nacionalismo cívico) y otro, el de Trump, para el que el concepto de ‘gente’ transmite un matiz étnicamente más restrictivo.

En Europa estos dos populismos se han querido identificar con un populismo de ‘derechas’ y otro de ‘izquierdas’, que habrían germinado, siguiendo una lógica geopolítica, en el centro y en la periferia europea. Estos populismos habrían cobrado fuerza frente al consenso de una élite política organizada, sin fisuras ideológicas, en torno a una agenda común: la de la integración europea y la aplicación de un ideario económico de naturaleza neoliberal. El nuevo labour de Blair, y el nuevo centro de Schröder habrían encarnado la entrega de la socialdemocracia a esta tecnocracia de carácter supranacional marcada por un profundo déficit democrático.

En el centro europeo, el populismo de ‘derechas’ se opondría no tanto a las consecuencias del dictado de la austeridad, como a la libre circulación de bienes y personas, y al modelo ‘multicultural’ de sociedad europea, frente al que reclamaría la función protectora en lo económico, político y cultural de las fronteras territoriales, especialmente ante el peligro de la socialización europea de la factura de la crisis. En la periferia, el populismo de ‘izquierdas’ sería aquel que frente al saldo de la ofensiva neoliberal, con recortes salariales, crisis de empleo y pérdida de legitimidad democrática, reclamaría la renacionalización del conflicto de clases.

Parece evidente que la equiparación del Frente Nacional francés con los planteamientos de Syriza o de Podemos no es sino una instrumentalización de la crisis política en beneficio de la política del ‘cordón sanitario’, o de la ‘gran coalición’. Esta lógica que pretende salvaguardar y dar legitimidad a la gestión tecnocrática de la crisis frente a la radicalidad democrática de los unos (izquierda) y la visceralidad populista de los otros (derecha), no hace sino ahondar la trampa en la que se encuentra atrapada Europa y que tan bien describe Claus Offe en una publicación, ‘Europa en la trampa’, que merecería ser traducida con carácter de urgencia.

Esta trampa la describe Offe como una situación insoportable para aquellos que se encuentran prisioneros de ella, y que no permite dar un paso adelante (convergencia social y política), ni tampoco atrás (salida del Euro), porque faltan las fuerzas y actores que pudieran generar el necesario consenso. La dinámica entre populismo y tecnocracia, entre los que propugnan la regresión nacional y aquellos que quieren seguir aprovechando los fallos estructurales de la arquitectura europea para ampliar su cuenta de resultados resulta tan polarizadora, que comporta un bloqueo permanente y una hipoteca a cualquier solución intermedia.

Sin embargo Europa precisa urgentemente de una alternativa. Esta no vendrá de los partidos que hoy sacrifican el proyecto común al clientelismo y al corporativismo empresarial, ni tampoco de los adeptos al fundamentalismo patriótico de los Le Pen o los Orban. La solución para Europa pasa hoy por una nueva narrativa que remueva la opinión pública europea, y que ofrezca una salida creíble que sacrifique el espejismo de la hegemonía y de los intereses estratégicos a la sostenibilidad de un modelo que se base en la calidad democrática y en el compromiso social. Hoy por hoy esto no lo harán posible ni los Clinton ni los Trump, sino tan sólo una nueva izquierda europea.

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