
No hubiera querido encontrarme en la piel del diputado Miguel Ángel Heredia (PSOE) cuando éste, interpelado por Gabriel Rufián, pretendió ofrecer al portavoz de ERC, desde la pantalla de su móvil, la prueba gráfica del uso que este habría hecho de su coche oficial. Que te pillen en una mentira es lamentable. Que la hayas pronunciado desde la tribuna del congreso es aún peor. Pero la excusa con la que Heredia supuestamente intentó justificarse, ese ‘donde las dan las toman’ es, sin duda, la parte más miserable de la anécdota. Muestra la devaluación ética y estética de la sede parlamentaria a la condición de taberna o de patio de colegio menor.
Tampoco el discurso de Rufián en la investidura de Rajoy, motivo aducido por Heredia para su ruin embuste, se puede considerar ajeno a la degradación generalizada del debate político. Sin entrar en la mentira explícita, sus palabras desplegaron un muestrario de retórica simplista, de sensacionalismo y de incoherencia (al apoyar ERC al PDC en JxSi, y venir el PSC de votar contra el PP), que no introduce ningún matiz frente a la permanente irritación que infesta la cámara baja en Madrid. Parece ser esta la expresión de un envilecimiento generalizado, global, que responde a una zozobra de la opinión pública y a una deriva de la comunicación social.
La digitalización ha supuesto un cambio sustancial en el equilibrio entre poderes, y de manera destacada entre el político y el de la comunicación. Por un lado la pérdida de recursos por la dificultad de ‘monetizar’ los ingresos por publicidad y por la venta de contenidos, ha llevado a una fuerte concentración de capital en los medios. Las reducciones de plantilla han instalado una precariedad profesional que se ha traducido en baja calidad, autocensura y una tendencia generalizada al amarillismo. Al mismo tiempo, y no sólo en Turquía o Polonia, sino también en Madrid, se experimenta un fuerte acoso político a las fuentes y al periodismo de investigación.
Pero al margen de la pérdida de calidad y de libertad, y finalmente de credibilidad periodística, la digitalización ha supuesto un cambio profundo en los hábitos de consumo y de producción de la información. Hoy 2 de cada 3 adultos en los EEUU se informan a través de redes sociales. El debate público no lo controlan ya grandes cabeceras que tienen que proteger su reputación, sino alquimistas del algoritmo que no saben de deontologías y que viven de organizar al público en función de supuestas afinidades. Hoy uno se protege en su círculo, sea de amistad o de intereses, y consume lo que quiere entender, sin verse abocado a un debate más amplio.
Cuando este llega, lo que tiene lugar es una lucha escenificada entre opiniones contrarias y presentadas casi siempre en forma de conflicto. La facilidad con la que un gran número de periodistas mudan en líderes de opinión, consolida una depreciación de la ‘objetividad’ y de la ‘neutralidad’ y pronuncia aún más el maniqueísmo imperante. Si la arbitrariedad y el subjetivismo dilapidan la credibilidad de la profesión, la parcelación de la opinión pública, su división en partidas, facciones, nódulos o comunidades, supone una privatización que grava con fuerza el espacio democrático en el que hasta ahora se articulaba la opinión pública.
Al precio de una mayor individualización, se ha perdido el periodismo como actor irrenunciable a la hora de actuar como contrapoder frente a la política y mantenerla en un cierto cauce. Por eso tenemos hoy la sensación de que la retórica se desborda y que, con el exceso, arrastra una hostilidad que envilece a la sociedad. Si una cara del populismo es la de la precarización y de la incertidumbre inducidas por la marginación de la función social del trabajo, la otra es la de una visceralidad en el discurso y en la narrativa imperante que no tiene otro fin que el de enfatizar y fracturar, para facilitar un mayor control social.
Con la concentración mediática y la revolución digital la opinión pública padece hoy de la desactivación de uno de sus principales motores. Un mundo sin periodismo independiente es un mundo sin calidad política. Por eso hoy hay que promover con nuestra lectura a quienes desde la deontología aún se atreven a construir una actualidad inclusiva, y hacer frente a los que se dejan llevar por la excentricidad, por el sensacionalismo o por su propio afán de notoriedad.
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