jueves, 20 de septiembre de 2012

El socialismo del capital

En su libro ‘dinero quemado’, el profesor Christian Marazzi de la Universidad de Lugano, da algunas claves históricas del origen de la crisis democrática y social que estamos atravesando. En el ocaso del fordismo, a mediados de los años setenta, el capital empresarial habría decidido recuperar el margen de beneficio perdido mediante una batería de medidas: la rebaja de los costes salariales, la ofensiva contra las estructuras sindicales, la deslocalización de la producción, la precarización de la fuerza de trabajo y la diversificación de los modelos de consumo. A su vez habría dado un giro copernicano a sus propias esencias (meritocracia…), impulsando la financiarización, eso es, la consecución de beneficios no ya por balance empresarial, sino por vía bursátil.  El crédito barato por un lado, la libre circulación del capital por el otro, habrían acompañado esta revolución silenciosa del capital que, desprendiéndose de su anclaje y responsabilidad social, habría puesto en jaque la soberanía y autonomía política de los estados al mismo tiempo que animaba toda una serie de burbujas especulativas.

La última de estas, más que una burbuja ya casi una embolia sistémica, lejos de amedrentar a la élite económica y financiera, la habría convencido de la oportunidad de echar toda la carne (la nuestra) al asador, que es la situación con la que nos encontramos hoy. La carga de la deuda del sector privado se desplaza al sector público. La crisis es aprovechada para socializar esta deuda gracias al dinero de los contribuyentes y a la liquidez que facilitan los bancos centrales. Marazzi llega a hablar en un guiño irónico del ‘comunismo del capital’ por la que el estado se acaba adaptando sin rechistar a las necesidades y dictados de los soviets financieros, esto es bancos, aseguradoras, fondos de inversión, etc, que imponen su dictadura, la del mal llamado mercado, sobre la sociedad. A través de rescates financieros los mercados se incorporan así a la gestión de la deuda pública e imponen, a través de las reformas estructurales, su propio programa: precarización, flexibilización y liberalización como superación de la contraposición entre estado y mercado en el marco de una nueva hegemonía

En este proceso que se ha desarrollado a lo largo de los últimos treinta años, conviene estudiar la responsabilidad que le corresponde a la política, y, especialmente, a la izquierda que, desde distintos gobiernos, ha permitido que, ya sea por omisión o por sumisión, se implantara este nuevo status quo. En Europa el análisis invita a cuestionar el papel de la socialdemocracia, una ideología de honroso origen pero que, a fuerza de rebajar su compromiso social, ha acabado por facilitar la zozobra democrática. En su inquietante capacidad de adaptación, en la conquista constante del centro y el desarrollo de un pragmatismo sin límites, la socialdemocracia ha traicionado sus principios. Aún así nunca ha querido renunciar a la marca ‘política’ que le sigue dando una apariencia de solidez que está en abierta contradicción con su práctica gubernamental. Si Marazzi pone por título a su libro ‘socialismo del capital’, este proceso de deriva ideológica de nuestro modelo social no habría sido posible sin la participación y complicidad de ciertos ‘socialistas del capital’.

Serían aquellas figuras de la socialdemocracia que en el ejercicio de una responsabilidad política han permitido la debacle del estado del bienestar, la pérdida de derechos sociales y laborales, la genuflexión del trabajo y de la clase media ante el capital y la élite financiera. En el caso del estado español y del Partido Socialista, esta traición (¡es de izquierdas bajar impuestos!) ha supuesto una fuerte penalización electoral. Sin embargo, lejos de forzar la renovación y el debate, el liderazgo del partido ha preferido encomendar su salvación histórica al bipartidismo, aquella lógica monárquica que introdujeron conservadores y liberales en la España de la restauración y que substituye alternativa por alternancia política. Se trata de pasar el testigo cada vez que se ha hecho algo mal, con tal de esperar que el otro lo haga aún peor y así poder volver a la primera línea política. Esta dinámica, extenuante y perversa, impide la oxigenación política y comporta inevitablemente todos los síntomas de la gangrena democrática: la indolencia, la apatía, la resignación de la ciudadanía que sufrimos hoy.

Es de temer que para algunos esta frustración democrática suponga una garantía de supervivencia política, por mucho que a medio o largo plazo, semejante desarraigo comporte un fuerte riesgo de radicalización. Para los que vean más allá, no queda más remedio que inspeccionar críticamente el pasado, pero también el presente y la propuesta política. Resulta inevitable dejar meridianamente claro que el modelo de crecimiento que ha volcado al país al desastre ha sido un modelo compartido con la derecha, que, en su momento, se asumió sin contemplaciones. En relación al actual expolio de nuestro modelo social, la socialdemocracia tiene que marcar con claridad líneas rojas que supongan compromisos claros para el futuro: eliminar la reforma laboral, penalizar fiscalmente las rentas del capital ante las del trabajo, priorizar la educación, la sanidad, la innovación, la función pública. Más allá es preciso un debate a fondo sobre el progreso social y el desarrollo democrático, dos fuerzas que o bien son sujeto de constante renovación o acaban ahogadas bajo el peso de la inercia.

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