domingo, 12 de julio de 2015

Sumo Euro

David Harvey recuerda en su ‘Breve historia del neoliberalismo’ una de las crisis fiscales menos conocidas y que se dio tan solo un par de años después del golpe de Pinochet en Chile. Se trata de la ciudad de Nueva York que, en 1975, tuvo que hacer frente a una situación de quiebra técnica, al negarle una serie de bancos de inversión la refinanciación de su deuda. El New York Daily News tituló ‘Ford dice a la ciudad: muérete’, lo que da una idea del grado de compromiso del gobierno federal. Por su parte, el secretario del Departamento del Tesoro, William Simon, pronunció lo que hoy sin duda piensa más de un político europeo: “Los términos de cualquier operación de rescate deberían ser tan punitivos, y toda la experiencia tan dolorosa, que ninguna ciudad, ni subdivisión política tuviera jamás la tentación de seguir el mismo camino”.

El escarmiento, la coacción y la amenaza forman parte de la cultura neoliberal y son su manera natural de asegurarse un retorno suficiente de las inversiones. Si para un liberal clásico la rentabilidad va ligada al riesgo y éste comporta que a veces haya que asumir pérdidas, para el neoliberal el riesgo sirve para incrementar los beneficios, pero también para legitimar, en caso de quiebra, el dominio físico sobre el deudor. La deuda se convierte así en un argumento para extraer materia prima, privatizar el patrimonio colectivo o someter en mayor o menor medida a la población, mediante el grado de violencia estructural que parezca oportuno y necesario. La dimensión tan sólo ‘financiera’ propia de cualquier transacción crediticia, se transmuta por arte de magia y convierte así al acreedor en ejecutor de una rendición moral total y completa.

Lo hemos visto con Grecia. Como apunta David Harvey al diferenciar entre la práctica liberal y la neoliberal, en el segundo caso se procede “sin importar las consecuencias que esto pueda tener para el sustento y el bienestar de la población local”. Se pretende que sencillamente no haya reglas ni derechos o garantías básicas. Por eso con el Tratado Transatlántico entre la UE y EEUU se pretenden introducir tribunales de arbitraje privados para evitar la jurisprudencia de la Corte Superior de Justicia o, en el caso de los programas de austeridad impuestos por la troika a la república helena, se ha hecho caso omiso de los pronunciamientos del Comité Europeo de Derechos Sociales, de la OIT o del propio Parlamento Europeo. Que esta política le agrade a la derecha es comprensible, pero no lo es en el caso de la socialdemocracia europea.

La votación del grupo SD al informe del Parlamento Europeo sobre el TTIP y las declaraciones de Schulz y Gabriel sobre Grecia son, de hecho, una pésima noticia. Se puede entender que el ministro Schäuble haga alardes de un pésimo sentido del humor y ridiculice la precariedad que atraviesa el pueblo griego, pero la distancia y acidez crítica por parte de supuestos herederos de la socialdemocracia alemana como el presidente del PE o el vicecanciller alemán, resultan en sí mismas chocantes. Se entienden las críticas a la pasión artillera de sus compañeros por parte de algunos militantes y cargos del SPD, y también que el panfleto alemán por excelencia, el amarillista ‘Bild’ se preguntara ¿Porqué es Gabriel más duro que la canciller? para exigir a continuación, que, por una vez, ambos mantuvieran su palabra y echaran a Grecia del Euro.

El inmenso Oskar Negt (vinculado al partido socialdemócrata) describía hace unos años, cómo una perspectiva errónea de la ‘modernización’ por parte de la socialdemocracia alemana había “contribuido de manera significativa a lo largo de las dos últimas décadas a que la polarización, como vehículo del desarrollo social, se hiciera asumible”. Primero se realizó a escala federal con la reforma conocida como Hartz IV, que marginó a la parte más precaria de la sociedad, y diez años después se quiere aplicar en la UE, dejando al margen a la parte más vulnerable del proyecto europeo. Al margen de la confusión ideológica que arrancó con la tercera vía de Gerhard Schröder es de temer que, tanto en el caso del TTIP, como en el de Grecia, existan otras dos razones de peso que expliquen la sorprendente deriva neoliberal del SPD.

Por un lado estaría el miedo a que una victoria de los argumentos y de la estrategia de Siriza favoreciera a la ‘izquierda’ alemana organizada en ‘Die Linke’, que recoge además algunas de las esencias históricas de la propia socialdemocracia alemana. Por el otro estaría el cálculo geopolítico, según el cual el éxito en la negociación por parte del gobierno de Tsipras podría desarmar los argumentos de ‘necesidad’ y ‘oportunidad’ del régimen de austeridad impuesto, y extender una creciente resistencia en el sur europeo que pusisera en cuestión la obstinada actitud que mantiene en contra de cualquier criterio racional o constructivo la gran coalición en Alemania.

Esto supone una mala noticia. Porque el SPD es sin duda necesario, sino clave, para articular un cambio de profundidad en Europa. En nuestro caso y en el corto plazo será determinante ver qué parte del PSOE y del PSC se inclina ante las directrices centroeuropeas, o se atreve a apuntar un perfil propio en línea con las recientes experiencias de confluencia. El voto de los diputados y diputadas socialistas en el Europarlamento sobre el TTIP resulta en este sentido exasperante.

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