lunes, 14 de noviembre de 2022

Viborina triste

Hay noticias de alto valor simbólico y que invitan a pensar. Así la impresión de un sello que celebra el centenario del Partido Comunista nos traslada la esperanza en la asunción, al fin, de una cierta madurez social y política, o el desahucio de una familia ucraniana por parte de una propietaria rusa escenifica repentinamente la virulencia del conflicto bélico en nuestra vecindad, por mucho que el marco legal no tenga nada que ver en uno y otro caso. Son sin embargo especialmente las palabras escogidas en los titulares y los nombres propios los que tienen un mayor poder de evocación. Así cuando leemos: “Paralizan las obras en Cuna del Alma tras el florecimiento de la Viborina triste”, es muy posible que algo se remueva en nuestro interior. En este caso la Cuna del Alma no es un topónimo que nos remita a un paraíso prehistórico, sino la marca grandilocuente de un proyecto urbanístico que ha de invadir el remanso natural del Puerto de Adeje para crear 420 villas de lujo y algunos hoteles de alto estándar. En la página web del proyecto encontramos incluso un ‘eco- manifiesto’ que vale la pena leer para sorprendernos una vez más ante la capacidad de apropiación y neutralización de todo discurso crítico por parte del capital, incluido el inmobiliario.

El ‘eco-manifiesto’, que se nos muestra en formato de poema, con tal de insinuar un alto grado de sensibilidad no tan sólo con el medio ambiente, transmite un relato algo obsceno, especialmente en lo relativo al objetivo de la intervención urbanística, que no sería otro que “restablecer un equilibrio natural, reviviendo un paisaje dañado por el ser humano”. El planteamiento, sin duda socorrido si atendemos las imágenes del impoluto paisaje en el que se pretende implantar el proyecto, apela a una de las recetas clásicas del marketing institucional, la de convertir el problema en solución. Así, unos ‘versos’ más abajo se afirma que la pretensión no es otra que “nuestros compromisos sociales y medioambientales se conviertan en nuestro legado, que disfruten las generaciones venideras”. Esta noble aspiración no puede distraer sin embargo del hecho, ciertamente verosímil, que al tratarse de viviendas de ‘alto standing’, de las generaciones de las que se habla, es de la propia progenie, que es la única que podrá tender acceso a este tipo de patrimonio. Decir: “queremos que este beneficio se traslade a nuestra estirpe y vosotros os quedáis con los salarios de construcción y servicios que genere el proyecto”, habría sido más honesto, pero tal vez demasiado prosaico.

Sin embargo los cálculos y el relato de la promotora se toparon primero con la tortuga cabezona, también conocida como ‘boba’, y ahora con la Viborina triste, eso es, una hierba que además de triste es perenne, cuyas flores son de color rosa pálido y cuyo tallo está cubierto de ‘pelos’ punzantes. La aparición tan inoportuna para los ecoempresarios de esta flora, tiene que ver con las lluvias que han desvelado a la viborina. Por tanto, el aviso era previsible, pero no evidente. En otro caso habría pasado, tal vez, como con el hallazgo de restos arqueológicos de origen guanche que, una vez detectados, fueron convenientemente eliminados para no disturbar la encomiable vocación por revivir ese paisaje dañado por los seres humanos, incluidos los aborígenes tinerfeños. Volviendo al ámbito simbólico se quisiera pensar que alguna noticia como esta, de la Viborina triste y la Cuna del Alma, tuvieran enjundia universal para suponer un punto de inflexión, marcar el cenit de un ciclo solar, el del capital, que conlleva el riesgo cierto de dejarnos secos a la par que ciegos. Que la resistencia de la Viborina nos despertara del letargo e invitara a un cambio de tercio que permitiera empezar a desinflar el globo de la especulación que amenaza con reventarnos en las manos.

La apropiación no tan sólo de los mensajes de resistencias sociales como los de la sostenibilidad y el equilibrio naturales, sino del paisaje, de la diversidad biológica y de la riqueza geológica, son una de las claves que permiten que prospere el capitalismo y con él el crecimiento compuesto que precisa para no hundirse por su propio peso. En esta huida hacia adelante que pasa por encima de externalidades como la contaminación o el cambio climático y que impone una distribución siempre ventajosa para el capital de la riqueza que genera el trabajo, las cuentas contables excluyen siempre por defecto la distribución, eso es, la participación de la mayor parte de la humanidad en los réditos que aporta la riqueza natural o la tecnología, empezando por los yacimientos de hidrocarburos siguiendo por la gestión de datos y llegando al propio disfrute del paisaje natural, incluida la viborina triste, la arqueología guanche o la tortuga boba.

Mucho se ha escrito sobre la crisis del capitalismo, y sobre cómo este llevaría en su ADN el germen de su autodestrucción. Sin embargo lo que se omite demasiadas veces es que la obsolescencia programada de un sistema indiferente a la degradación de nuestro hábitat, e impasible ante el sufrimiento humano, muy probablemente nos arrastrará con él en su cataclismo final, ya sea colocando el excedente militar en las manos inapropiadas, desarrollando una enfermedad antes que la medicina que la cure, o convirtiéndonos en un periférico que languidezca junto al ratón y la impresora. La única salida es la de la inversión de la tendencia, la de un apoderamiento de las personas frente a los estragos del capital. Éste a pesar de los autodenominados ecoempresarios, no tiene alma ni voluntad, sino que funciona con la precisión genética de un virus.

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