
Hace ahora un año, en un programa de radio que conmemoraba los 50 años de la campaña ‘Cap nen sense joguina’, Carles Puigdemont lo decía con claridad: “De aquí a un año no seré presidente de la Generalitat”. Quien no había pasado por las urnas, y había sido investido el 10 de enero de 2016 por una mayoría exigua en el Parlament, ligaba su mandato a la realización de un referéndum, tras el cual comenzaría “una nueva etapa con nuevos instrumentos y nuevos liderazgos”. Como era de prever, este nuevo escenario se convirtió, poco después del referéndum y de la Declaración Unilateral, en uno de profunda degradación democrática, con la destitución y encarcelamiento del govern de la Generalitat, bajo el amparo del artículo 155.
Aún así se ha de reconocer que Puigdemont tenía razón en un punto; que después del referéndum comenzaría una nueva etapa, y que esta requeriría de nuevos liderazgos. Precisamente por esta razón, cuesta entender que quien hace un año decía “No tengo ninguna vocación por ser president de la Generalitat”, hoy haga de su ‘liderazgo’ una cuestión de estado, la única opción, así Elsa Artadi, que nos salva del ‘marco mental del 155’. Tal vez 12.372 votos de diferencia entre PDCat y ERC habrían de obligar a un poco menos de arrogancia y a ser algo más espléndidos, porque puede resultar una tarea hercúlea explicar, por qué razón, la 2ª fuerza política en el Parlament, con un 21,65% de apoyo popular, ha de ser necesariamente la fuerza determinante.
Resulta crítico que nos fijemos con atención en el nuevo escenario que dejan las elecciones y que, a pesar de no corresponderse con aquel idílico que tal vez se imaginaba el President, con una Europa poniendo de rodillas al PP por los excesos policiales y los resultados del 1O, es el único que tenemos. Pero o no llega el sentido común, o no llega la generosidad, ni tan solo con aquellos que están pagando un precio bastante más elevado que el del ostracismo invernal en la capital Europea. Si la única manera de gestionar el post 21D, es la restitución del govern de la DUI, es que algo no hemos entendido. Porque la política se diferencia de la utopía, precisamente en que sitúa su foco en la realidad, tal y como ésta es, con tal de superarla, y sirviéndose para ello de lo que tiene a su alcance.
Lo que tenemos, en primer término en Catalunya es una sociedad profundamente polarizada. Y esta realidad supone un reto muy importante no ya para crear nuevos consensos, sino para recuperar aquellos que teníamos en cuestiones tan centrales como por ejemplo el modelo escolar. Volver al discurso del 50 +1%, es promover un bloqueo institucional, social y democrático, que puede acabar cobrándose hasta estas pequeñas conquistas y que introduce, además, una importante distorsión en lo económico. Cuando parece evidente que el crecimiento económico se desacelera y que entramos en una fase de declive suave, no serán los pies de barro del ciclo expansivo, sino las incertidumbres del ‘procés’ las que se acabaran por responsabilizar del enfriamiento de la economía catalana.
Muchos/as de los/las que estuvimos el 1 de octubre en las escuelas, fuimos no para defender un modelo de estado, sino para garantizar el respeto fundamental al ejercicio de la democracia por parte de los ciudadanos/as y trabajadores/as catalanes. Este es el espíritu que se siente traicionado, cuando, en curiosa consonancia con el gobierno central, se intenta forzar unos equilibrios institucionales con mayorías mínimas, capando la democracia y su capacidad y vocación por generar consensos. Son precisamente estos lo que necesitamos para hacer frente, de manera inmediata, a los importantes retos socioeconómicos que tenemos por delante (pobreza, precariedad, desigualdad), y son estos los que serán imprescindibles para recuperar, para el conjunto de la sociedad, el debate sobre el derecho legítimo a la autodeterminación.
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