martes, 20 de diciembre de 2016

La filosofía de Méndez

En un mundo decadente conviene prestar más atención a los detectives, o al menos a aquellos que llevan libros en los bolsillos. Uno de los más destacados de esta especie, al menos de los que pisan los barrios bajos de Barcelona, es sin duda el inspector Méndez, el memorable personaje creado por González Ledesma que aporta al género una sórdida visión social y, entre barrecha y coñac, mucha filosofía amarga y algo de historia política. Así en la irregular, pero a ratos espléndida ‘Cinco mujeres y media’, en un momento de la trama, el policía razona con un joven en los términos que siguen: “La gran labor del comunismo, creo, fue lograr que millones de proletarios creyeran en el paraíso del proletariado, aunque el paraíso no existiera… Y entonces el capitalismo tuvo que dar algo a cambio, para que al menos los millones y millones de seres humano dejaran de creer en el paraíso que nunca habían visto”.

El paraíso inexistente de Méndez, eso es, la Unión Soviética, fue a ciencia cierta una de las dos razones para que en Europa se pudiera construir un modelo social que redistribuyó la riqueza generada tras la postguerra. La otra fue el rastro de barbarie y desolación que dejaron a su paso fascismo y Guerra Mundial. Sin ese horror no se habría alcanzado el necesario consenso para intentar reiniciar la historia humana desde la multilateralidad, asentando la convivencia mundial en una serie de derechos fundamentales e instituciones internacionales como la OIT, Naciones Unidos, UNESCO o la Organización Mundial de la Salud. Sin la ‘amenaza latente’ de un falso paraíso, y sin la memoria fresca de las atrocidades del totalitarismo, no habría podido triunfar tampoco el programa de la socialdemocracia europea que tuvo así en el comunismo quien, en la jerga del inspector Méndez, no sería sino un ‘cooperador necesario’.

Cuando este 25 de diciembre se cumplan 25 años de la disolución definitiva de la Unión Soviética y de la caída del telón de acero que cruzaba Europa desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, es más que probable que nadie quiera celebrar los fastos fúnebres. Si el hundimiento de cualquier imperio es siempre un proceso luctuoso, el de la potencia que, junto a los EEUU, tuvo en vilo al mundo durante cuatro décadas, fue escabroso y lento: Desde la cumbre en Malta entre Gorbachov y Bush, el 2 y 3 de diciembre de 1989, donde se dio por finalizada la guerra fría, pasando por el Tratado de Belavezha entre Rusia, Bielorrusia y Ucrania, hasta la disolución definitiva del coloso soviético, el día de Navidad de 1991. Sin embargo el ansiado regalo a la humanidad, bienvenido, celebrado y sin duda largamente esperado por toda suerte de demócratas, demostraría ser, a la larga, un regalo hipotecado.

El mismo año de la caída del muro, en 1989, un economista del Instituto Peterson recogía en un breve documento las 10 recomendaciones políticas de las máximas instituciones que trabajan desde Washington: el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los EEUU. El conocido como ‘Consenso de Washington’ y su mantra ‘estabiliza, privatiza, liberaliza’ se impuso en poco tiempo sobre el consenso de la postguerra. Con él cayó un lastre sobre el desarrollo tan sólo incipiente de un gobierno multilateral del mundo y también sobre el proceso de construcción de Europa. Si los inicios del proyecto común estuvieron marcados por una visión económica pero en sintonía con el contrato social firmado en la postguerra, a partir de los ochenta la introducción de la Unión Monetaria y la arquitectura institucional de la gobernanza económica responderían ya al nuevo consenso neoliberal.

Con la crisis financiera, en 2008, por un instante cundió la esperanza de un tercer consenso global que permitiría superar los riesgos endémicos de la financiarización de la economía. Pero ni la gran recesión, ni el cambio climático, ni tampoco los conflictos bélicos, la pobreza extrema o la indecible tragedia que origina y acompaña los flujos migratorios, han servido para situar un nuevo paradigma global. La regla histórica parece ser que la humanidad tan sólo es capaz de entrar en razón cuando se encuentra al límite, y, a pesar de que hoy los límites crecen en todos los ámbitos, no son suficientes para articular un nuevo consenso. En el caso de la derecha se entiende porque está en su naturaleza el culto al riesgo, pero en el caso de la izquierda no. Más nos valdría escuchar al viejo policía que, tras una calada profunda y viciosa añade: “Me asusta el capitalismo futuro, porque ya no necesita dar nada a nadie, porque las masas ya le deben obediencia para siempre. No teniendo otra alternativa, incluso acabarán creyendo en él, y en vez de hablar de la dignidad del trabajo hablarán sólo de la dignidad de los subsidios”.

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